19 de mayo de 2010

Herencias

De mi madre heredé la miopía, el problema en los bronquios, el tabaquismo (me indujo) y la maravillosa capacidad de engordar al respirar. También aprehendí una variedad de malos hábitos y algunos dolores. Claro que no recibí ni una pizca de su belleza ni de su capacidad para hacerse la boluda. Ahora le diagnosticaron diabetes.

Mi Persona: Mamá, qué onda si te ponés las pilas y en vez de heredarme enfermedades me dejas una finca, una casa, un auto o algo útil.

Mamá: Y bueno hija, es la madre que te tocó.

M.P: Linda excusa. (Ta pasada esta mujer)

18 de mayo de 2010

Confirmación



Resulta que la humanidad entera carga cruces, a veces elegidas, en ocasiones heredadas. Resulta que X tiene un dolor de niña que aún siendo adulta no se lo banca. Según la señora que tenía un precioso diván (al que X jamás se asomó) X vive cada fracaso como el primero, cada pena la traslada al primer hecho doloroso de su vida y después de varias muchas sesiones con la señora esa, X se dio el alta y eligió vivir con su pena, esperanzada con que en algún momento cicatrizaría y caminando con mucho, mucho cuidado para que ningún hecho de su vida se parezca a ese primer suceso no elegido.
Pasaron quince años de aquel primer dolor, quince años en los que X creo cierta inmunidad, se ocupó de explicar a los que ama que no podría soportar un daño como aquel y huyó ante el simple presentimiento de que podría ocurrir. Quizás por eso sus amigos la cuidan tanto, quizás por eso tiene tan pocos amigos, quizás por eso duerme con dos perros, quizás por eso X elige el personaje que le ahorra el hablar de su vulnerabilidad intrínseca.
Y de andar con tanto cuidado hubo una noche en que conoció a un mengano al que amó y le explicó de aquel dolor, le contó de sus miserias, le pidió que no la hiera, a cambio le ofreció ser Fernanda, sin personaje y le dio todo (más un poquito que pidió prestado). Sin embargo, y también fue de noche, el mengano, que tanto promulgaba su amor por X, la lastimó. Él repitió paso a paso, quince años después, el primer dolor de X: “Hasta mañana mi amor, yo te elijo a vos” dijo el mengano y desapareció. Fue como cuando X tenía 11 años, cuando ser vulnerable lo vivía como un don, cuando no necesitaba personajes, cuando sentía que tenía todo en la vida, pero un domingo se despertó asustada, buscó a Nené*, que tanto promulgaba su amor por X, y encontró el placard vacío. Años después aprendió que eso se llama abandono. Algunos años más tarde se juró que no permitiría una herida por el estilo, simplemente porque no lo soporta. Hoy mira cómo las escenas se funden en un evento tortuoso que revienta el alma y confirma, una vez más, que nada duele tanto como el abandono.


*Mi madre.

8 de mayo de 2010

Nostalgia

Cuando estudiaba Comunicación Social miraba con recelo y cierta envidia a quienes reconocían ciertamente orgullosos querer dedicar su vida al periodismo. Yo lo detestaba, no sólo porque se alejaba de mis pretensiones, sino porque el pesimismo y la queja eran una constante en mi vida, sin embargo, algunos años después me encontré perdida de amor (era sentimiento puro) en una redacción, haciendo siete páginas por día, suplementos, viajando, cubriendo ausentes, haciendo investigación y hasta me disfrazaba de angelito para hacer las horas más soportables. Pasaba hasta la mitad del día en un idilio que me destruyó el cuerpo, la vida social, sentimental y me comió la cabeza. Cuando la espalda dijo basta y no me entraba un kilo más (más una suma de cuestiones) me fui, abandoné a mi gran amor y sufrí.
Pese a ser bienvenida (extraño por los manejos del medio en el que trabajaba) no quise volver para no tentar a la nostalgia. Hoy, después de ocho meses me animé y subí por las escaleras al grito de: “llegó la alegría del hogar” y un kilo de recuerdos se me amontonaron entre la segunda y tercera vértebra. Estaba mi máquina, mi silla, mi espacio y todo aquello a lo que le había puesto nombre y de lo que me había apropiado. Sentí la extraña necesidad de ponerme a trabajar. Recordé los muchos feliz cumpleaños que cantábamos bajito para el que patrón de estancia no se ofusque, las esperas interminables en elecciones, los tropiezos al levantarme de mi silla tras horas interminables de estar escribiendo, los pies descalzos durante los días de calor, los muchos cigarrillos que escondía ante la prohibición de fumar, los berrinches ajenos, mis impulsos conciliatorios, los litros de mates, los almuerzos híper calóricos de cada mediodía, las páginas que tirábamos ante un suceso extraordinario, como aquel 31 de marzo en el que Alfonsín moría mientras yo ponía mi cartera al hombro para huir a mi casa… y la nostalgia me abrumó. Por algunos segundos me arrepentí de haberme ido, fueron breves, pero intensos. Sin embargo, cuando estuve nuevamente en la calle sentí la libertad, aquella que había elegido en contra de la comodidad de soportar a un jefe inoperante, de un sueldo inalcanzable para mis pretensiones o del tope de mi crecimiento profesional. Y respiré libertad, paz, recordé que amo con el mismo ímpetu que con el que olvido. Después de todo, la libertad no tiene precio y mis amores, pese a ser intensos, no perduran en el tiempo.









Mi pseudo espacio en mi último día de trabajo.

(Mapa: para recordar mi cuarto grado cuando cubría la sección Interior.

Foto: cuartetero desconocido que despertaba fantasías, de las feas.

Cartel: supongo que lo pusieron para que no olvide la prohibición, pero me daba más ganas de fumar.

Bolsa: estaba triste porque me iba, así que pasé por mi local favorito a buscar consuelo.

Cartera: de la colección, retro.

Tapado, puchos, teléfono, lapicera, auriculares: cachivaches que suelo cargar.)

6 de mayo de 2010

Versión libre


Escribir un libro, plantar un árbol, tener un hijo, donar un órgano.



Vale, el libro entero no es mío.




























Los plantines, ya destruidos por los cachorros, no eran ni serían un árbol.








Y los hijos son dos perros, pero la naturaleza es sabia y sólo me permitió acceder a estos canes.








En cuanto a donar un órgano, tengo mi carnet, pero dicen por ahí que no servirán ni de comida para los perros.




Bueh, es lo que hay.


4 de mayo de 2010

Palabras mágicas.

Hay fonemas que pueden ser bálsamo de entusiasmo en mi alicaída cotidianeidad. Tengo algunos vicios de los que no suelo avergonzarme, pero cuando ando con el ala rota, volando bajo, prefiero evitar mis placeres, que sólo me llevan por malos (y divertidos) caminos.
Pese a que últimamente prefiero la compañía de los perros, los pijamas y las pantuflas hay invitaciones que no puedo rechazar. Son esas noches en las que me refugio en los estragos de Sabina, un gorro de lana, botones, hilos y muchas telas que intentan ser prendas de diseño.
“Perra” y “tomar” en un mismo enunciado motivan lo más profundo de mi ser, y llegaron juntas en un mensaje de texto anónimo, el remitente aunque desconocido era una obviedad, muy pocas personas tienen mi número, menos que pocas me llaman perra y sólo algunos conocen mis debilidades.
En siete minutos cambié el calzoncillo escopeta (sí, me disfrazo y qué) por el jeen, la camiseta por algo decente y las pantuflas por mi par de zapatillas preferidas. En sólo 14 minutos llegué al remitente pecaminoso, dos minutos después la primera cerveza se ofrecía a mí: escarchadita, agria, raspando la garganta. Se me hace agüita la boca al recordarlo.
El ágape consistía en una decena de borrachos rezagados y festivos, de esos que halagan mi belleza inexistente y mi inteligencia deslucida. Diez borrachos que me habían reservado las cervezas más heladas.
El problema era que me llevaban 8 horas de ventaja y tenía que alcanzarlos antes de que salga el sol, fue casi una carrera contrarreloj.
En la quinta cerveza llegó el olvido del desamor, en la séptima mis problemas parecían resolverse, en la décima el bailar simulaba ser una actividad que me gustase. Promediando la medianoche alcancé la docena, ahí es cuando se agudizan mis problemas reales de audición, cuando nada parece tan complicado y en ese instante nace la certeza de que todo estará bien. Sólo el amor correspondido y el alcohol me permiten llegar a ese grado de convicción.
Adoro las fiestas santiagueñas: patios de tierra, algún paraíso centenario y el calor de las noches otoñales. El escenario era idílico, incluso la gente me parece más limpia y me cae simpática.
Esa es la Fernanda que me gusta, la que no carga con el personaje de “Mi persona”, la que no necesita esconderse en X; esa que se baja de los tacos y se siente cómoda en sus zapatillas roñosas verdes, la que prescinde de sus carteras… sus parafernalias, esa que es una mina más del montón sin el fucking sello de intelectualreaciaintocable.
Adoro a la Fernanda que no le importan sus problemas, que no calcula metros de telas, no piensa en botones, se olvida del doctorado, del cretino que se fue, de sus malos humores. Adoro a la Fernanda que engancha un poco de felicidad.
Y así nomás fue, volví a mí a la mañana siguiente, me encontré en un rincón minúsculo de la cama. Me puse la mochila, el personaje, los tacos y todo retomó su curso, sin embargo de a ratos esbozo una sonrisa íntima con la leve certeza de que todo estará bien, aunque no haya amor y esté sobria de nuevo.