Deseaba ser una erudita. Se regodeaba ante el reconocimiento público que aplaudía su inteligencia. Consumía libros, quería ser interesante, sabia.
Pretendía un lugar entre los mejores. Le gustaba ser reconocida como capaz, muy capaz. Quería escribir, ser la escritora recordada por milenios, sin embargo la blancura de la hoja la apabullaba.
Intentaba conocer otros mundos, todos los otros mundos, ya no le bastaba con ser una bienpensante del más acá, pero es que tarde comprendió que estrella y genio se nace.
Mucho tardó en intuir que el papel en blanco para ella era sólo papel inmaculado. La virginidad de la hoja no se dejaba corromper por las ideas de esta mujer-niña-nada, ideas nada.
En ocasiones le molestaba no poseer estrella, no poder erigirse en genio. El lápiz no bailaba por la hoja, no lograba crear hallazgos, sus escritos eran menores, no malos; sólo mediocres. ¿Sólo mediocres?, cómo le molestaba el enunciado: mediocre, sentía morir al oírlo dirigirse a ella.
Llegó a odiar al lápiz y a la hoja caprichosa que no le permitían pronunciarse.
En noches de depresión (siempre sucedía a la noche) se deleitaba al creer que ésa hora, junto a ése estado, era ideal para dar vida al lápiz. Nuevamente intentaba la proeza de crear un relato, una narración, un algo digno. Reiteradamente se zambullía en la nada de su ninguna idea.
Abandonó la religión, consideraba que era el “Opio de los Pueblos”, ella no permitiría ser oprimida por ideas para personas incapaces de buscar salida en tremenda sandez. ¡No!, ella podía más, el Cristo crucificado no le daría acceso al saber.
Nunca destruía un relato, con seguridad valdría en otra ocasión…cuando la inspiración emergiera de ella.
Pero la inspiración no era más que un anhelo, que nunca pudo parir.
Pese a que el amor siempre desencadenaba en desamor y la hacía partícipe del misterioso país de las lágrimas, ella estoica, soportaba la derrota, creyendo que así encontraría a su tan deseada musa. Sólo se reunía con el dolor, se inmiscuía en la herida hasta convertirla en incurable, pero creía que eso sería justificado con un gran escrito. Nunca lo logró. Las cicatrices aún sangran.
Esta mujer-niña-nada hoy optó por renunciar a pugnar contra sus no ideas, con el capricho del lápiz y la soberbia del papel. Ella a veces lo busca a ese Dios, después de todo, descubrió que el opio hace soportable la vida. La mujer-niña-nada rechaza seguir viviendo amores devenidos en desamores a cambio del dichoso escrito mayor.
Hoy disfruta de la paz y la comodidad del bienpensante, claro que a veces cavila y su pequeño escritor interno le aguijonea la cabeza. Es en ése instante (maldito, por cierto) en que de nuevo toma el lápiz y la hoja, con la vana (o no) expectativa de domesticarlos.