Hay fonemas que pueden ser bálsamo de entusiasmo en mi alicaída cotidianeidad. Tengo algunos vicios de los que no suelo avergonzarme, pero cuando ando con el ala rota, volando bajo, prefiero evitar mis placeres, que sólo me llevan por malos (y divertidos) caminos.
Pese a que últimamente prefiero la compañía de los perros, los pijamas y las pantuflas hay invitaciones que no puedo rechazar. Son esas noches en las que me refugio en los estragos de Sabina, un gorro de lana, botones, hilos y muchas telas que intentan ser prendas de diseño.
“Perra” y “tomar” en un mismo enunciado motivan lo más profundo de mi ser, y llegaron juntas en un mensaje de texto anónimo, el remitente aunque desconocido era una obviedad, muy pocas personas tienen mi número, menos que pocas me llaman perra y sólo algunos conocen mis debilidades.
En siete minutos cambié el calzoncillo escopeta (sí, me disfrazo y qué) por el jeen, la camiseta por algo decente y las pantuflas por mi par de zapatillas preferidas. En sólo 14 minutos llegué al remitente pecaminoso, dos minutos después la primera cerveza se ofrecía a mí: escarchadita, agria, raspando la garganta. Se me hace agüita la boca al recordarlo.
El ágape consistía en una decena de borrachos rezagados y festivos, de esos que halagan mi belleza inexistente y mi inteligencia deslucida. Diez borrachos que me habían reservado las cervezas más heladas.
El problema era que me llevaban 8 horas de ventaja y tenía que alcanzarlos antes de que salga el sol, fue casi una carrera contrarreloj.
En la quinta cerveza llegó el olvido del desamor, en la séptima mis problemas parecían resolverse, en la décima el bailar simulaba ser una actividad que me gustase. Promediando la medianoche alcancé la docena, ahí es cuando se agudizan mis problemas reales de audición, cuando nada parece tan complicado y en ese instante nace la certeza de que todo estará bien. Sólo el amor correspondido y el alcohol me permiten llegar a ese grado de convicción.
Adoro las fiestas santiagueñas: patios de tierra, algún paraíso centenario y el calor de las noches otoñales. El escenario era idílico, incluso la gente me parece más limpia y me cae simpática.
Esa es la Fernanda que me gusta, la que no carga con el personaje de “Mi persona”, la que no necesita esconderse en X; esa que se baja de los tacos y se siente cómoda en sus zapatillas roñosas verdes, la que prescinde de sus carteras… sus parafernalias, esa que es una mina más del montón sin el fucking sello de intelectualreaciaintocable.
Adoro a la Fernanda que no le importan sus problemas, que no calcula metros de telas, no piensa en botones, se olvida del doctorado, del cretino que se fue, de sus malos humores. Adoro a la Fernanda que engancha un poco de felicidad.
Y así nomás fue, volví a mí a la mañana siguiente, me encontré en un rincón minúsculo de la cama. Me puse la mochila, el personaje, los tacos y todo retomó su curso, sin embargo de a ratos esbozo una sonrisa íntima con la leve certeza de que todo estará bien, aunque no haya amor y esté sobria de nuevo.
3 comentarios:
Fernanda: interesante relato e interesante también la forma en que va mutando tu visión sobre las cosas a medida que avanza la ingesta de cerveza. Igual, me pareció demasiado tomarse doce birras; la acidez no me lo permitiría. Te recomiendo que leas este artículo: http://www.lagaceta.com.ar/nota/377123/Informacion_General/No_seas_borracha_sos_demasiado_inteligente.html
Lanzopral,esa es otra palabra mágica (vale para cualquier cápsula con omeprazol).
Obvio, jamás pude leer el artículo, mi máquina se trabó y quedé con la duda.
Raro che, eso de leer mi nombre y personalizarme me llamó la atención.
También he notado que sos el único que deja comentarios o que me lee jajajajaja. Gracias.
No lo olvide: lanzopral (de Roemmers). Eso de recomendar medicamentos es de vieja.
Beso, beso.
Me gusta la birra,pero llegar a doce,no se.Más que omeprazol,necesitaría un puré de biletan,para el hígado,digo.Un saludo y estaré visitando éste espacio.
Publicar un comentario