El mundo moderno nos ofrece infinidad de ofertas para limpiar las penas. Hay quienes prefieren llorar sus culpas de rodillas en una iglesia, quienes escogen comprar horas para hablar de sus dramas con un psicólogo, están los que eligen al psiquiatra, los que optan por amigos, los que prefieren el silencio.
También estamos los que preferimos meter la tierra debajo de la alfombra y darle tarea al tiempo, esperando que sea un óptimo remedio que traiga perdón y olvido. Mientras tanto, porque el tiempo se toma su tiempo para trabajar, llenamos las horas de malos recuerdos con pequeños detalles que nos colman de alegría, aunque el afuera lo vive como un frivolidad.
Todas mis penas de amor, de trabajo; mis frustraciones familiares, vinculares y demás, me encuentran en un probador llorando mi fracaso. Así fue como comencé a coleccionar zapatos, cada uno de esos pares representa un abandono, una pérdida.
La primera vez que conté mis ochenta pares sentí un gran pesar, y una tristeza inmensa, porque son 80 momentos de frustración. Pero recuerdo que el momento de la adquisición, el instante donde los elijo, la rutina de pasar por la caja, sacar mi billetera, ese momento me llena de placer, de alegría y me dibuja sonrisas de muchos dientes.
Me he encontrado en la calle, llena de bolsas, cargada de objetos de diseño, de prendas bellísimas, olvidando la desdicha… sin embargo, es una satisfacción que dura segundos.
Y suelo preguntarme por qué escapo hacia los locales de ropa, zapatos y carteras cuando estoy triste, hace poco descubrí la respuesta: cuando compro soy feliz, la gente que me entrega el producto me sonríe y sus labios arqueados hacia arriba son símbolo de aprobación; cuando compro asumo que puedo tener lo que quiero, que nada se me resiste, todo es asequible, no tengo límites y no hay excusas, no hay sentimientos, sólo lo quiero y se entrega.
Soy una fetichista por excelencia, cada objeto de mi inmenso placard tiene significancia, representa un hecho ya ausente, viene a ocupar un espacio que se convierte en recuerdo vívido. Y entre tantas penas he logrado acumular infinidad de prendas, de zapatos, de botas y un centenar de carteras, todos me dieron felicidad momentánea, casi insignificante.
Y esto ayuda a responder otra pregunta, una que las no dejan de hacerme: por qué trabajo tantas horas. Entre otros motivos, supongo que sólo puedo controlar mi economía, que necesito dinero para limpiar dolores y por eso paso horas interminables cosiendo, cortando, leyendo, sumando, vendiendo.
Y así ando hace 12 años, perfeccionando mi capacidad de esconder debajo de la alfombra, dibujándome sonrisas superfluas, pero que me generan tranquilidad, aunque cada vez necesite más horas de trabajo para poder pagar mis deudas con el fracaso.
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