Mi oficina es como una gran caja. Cuadrada, impersonal, fría y algo húmeda. Al frente, la pared; detrás la gente; a la derecha el fin y a la izquierda mis compañeros de banco, como les llamo.
Al llegar la gente puede adivinar mis humores mirando mis gestos. A partir de allí la charla se generará o sólo me sentaré a escuchar sin oír por mis auriculares.
Hasta las 5 de la tarde disfruto de lecturas, adelanto investigaciones, tomo unos mates y fumo, en ocasiones hasta converso.
Ocho tubos fluorescentes destruyen mi vista sin demasiado esfuerzo.
Cuando comienza la tarde el bullicio me aturde. Acostumbrarme a la presencia de sujetos aún me resulta complicado. En la caja nos apilan a dos de nacionales, cinco de deportes y tres diseñadores.
Los de deporte son un equipo de fútbol amateur. Todos de camisa a cuadros, pantalones náuticos y zapatillas, listos para el partidito que dura hasta que las rotativas se ponen a trabajar.
Muchas veces me despabilé al escuchar a alguno de deportes estrellarse contra el piso porque el viejo boxeador recordó sus años de campeón. Hoy es quien escribe sobre boxeo y genera risas para todos por dejar páginas vacías, por sus embustes, y por títulos como: “Boxeo femenino con perfume de mujer”.
Uno que otro de policiales se pasea mostrando su morbosidad en la sonrisa plasmada, rogando por ser sorprendidos por un accidente con varios muertos. Además de cargar ese handy y comunicarse en lenguaje de cana: negativo, positivo, el sospechoso.
Mi compañero de banco me consuela con miradas, ante mis enojos al ver la costumbre enraizada de malos modales. Y me recuerda que no estoy gorda, sólo sorda.
Don Zoilo, él de las fotos, me grita con gran honestidad: “Gorda, voy al kiosco, qué querés”. Y ya voy por mi merienda número dos compuesta por mucha azúcar y una coca Light para acallar a la conciencia.
Y llega la merienda oficial, la del bar. Café en jarrito, fuerte y amargo.
Todo ocurre mientras leo infinidad de diarios, me río de los delirios de Télam y disfruto de los cables de Reuters.
A las 6 las correctoras empiezan con las peroratas de cifras y sintaxis. Para ellas no estoy.
Para disociar esa comunicación casi obligada huyo al patio, un cigarrillo sienta bien cuando el coxis ya no entiende de posiciones para pasar desapercibido y los oídos son grandes cavidades donde el sonido se disipa.
A las 21 tengo que irme. El descontrol va en aumento, los de deporte ya son niños en un potrero, los diagramadores gritan, los fluorescentes me clavan agujas, las correctoras se convierten en esa maestra odiada que la memoria guarda. Perdí la noción de la hora, el clima y en ocasiones la estación del año.
La caja construye un microclima que puede asfixiarme o contenerme. Y en ocasiones la disfruto.
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