16 de febrero de 2009

De sentires

Cuánta soledad habrás sentido. Cuánta desazón. Millones de “quizás” se me ocurren desde que me enteré de tu muerte.
Te grité hasta el cansancio que esto podía ocurrir. Te conté tantas veces de mi miedo con respecto al fin de tu vida.
Me niego a recordarte, sin embargo tantos objetos de la casa me remiten a vos.
Hoy, mientras me imaginaba torpemente preparando una cena, intentaba recordar cómo lo hacías. Y la imagen me llevó a tu cara y por un pequeñísimo momento recordé lo feliz que me hacías en pequeñísimos tiempos.
Desde que dijeron que el muerto eras vos no me permití llorar. Yo ya no te esperaba. No tenía porqué llorar.
Sentí paz al saber que ya no debería tener miedo de tus amenazas. Sin embargo el domingo parece ser un buen día para sentirme triste. Aunque me duele saber que fuiste tan mío y con el suicidio te llevaste una parte de mi.
Estoy tan enojada conmigo por haberte querido, y con vos por haberme lastimado, que aún no puedo acomodar los sentires.

8 de febrero de 2009

¡Shhh!

Claro. Blablablablabla. Aha. Claro. Blablablablablablablablablamarketingtodoesmarketing. Blablablablablablabla. Si. Ah. Claro. Blablablabla. Yoestudiohacetresaños,elestudioenseñadelmarketing. (Hoy duermo en cana. Lo mato). Blablablabla. ElmarketingespublicidadBlablablabla. Claro. Hastaautoimportadovoyatenerenenlapuertablablabla. Ah, sí. Me imagino. Bblablablablatengodospitbull.
Me bajé 6 cuadras antes de llegar. Era una hermosa noche para caminar (en silencio).

7 de febrero de 2009

Un niño muerto

Por estos días se mató a un niño en el vientre de su madre idiota.
Las feministas gritan que la ley las ampara, que el violento de un ultraje puede ser subsanado evitando a la madre padecer a un feto que la retrotrae hacia el momento de la violación.
Las voces contra el aborto braman por el derecho del niño, ahora ausente.
Los médicos sustituyen el fonema asesinato, aborto, legrado por PROCEDIMIENTO (todo con mayúsculas), es cierto, al oído social le joden los abortos.
Y las cámaras corren detrás de la primicia, de la hora y el día del hecho para disputarse al feto como trofeo a la cobertura. Mientras el médico coquetea con la postura de que su tarea es dar vida, mientras el día anterior la quitaba.
La justicia se ajustó la venda. La muerte no estaría ordenada por su mano. La curadora era la responsable, a quien el dedo social condenatorio podría señalar.
La madre sólo era una portadora, su demencia diagnosticada le impedía leer la vida que engendraba.
Los que están a favor dicen que se sentó jurisprudencia (quítenle la silla), el cura proclama la declaración internacional de los derecho del niño, el medico se defiende ante la duda, el sistema provincial de salud yace en su inoperancia constante. La prensa ya anda detrás de otra presa. Y hoy de nuevo, tenemos un niño muerto.

4 de febrero de 2009

¿En qué habrá estado pensando?.
Me la encontré en el amontonamiento de fotos oficiales. La miré y no dejo de preguntármelo.

Foto robada de Télam.

3 de febrero de 2009

Así ando

Ando con el genio desfallecido y las ganas siguen de vacaciones, el cuerpo destruido y la mente no sé, nunca dijo dónde anda. Aunque es cierto que el genio nunca fue de los más despiertos ni originales, que a las ganas las tengo que empujar, que el cuerpo siempre fue un problema y la mente, bueno, esa a veces le pone onda.
El diario me hastía, el malhumor me persigue, me duelen los pies. El trabajo de la mañana me tiene podrida. Y el doctorado desfallece en algún cajón con hojas en blanco.
Suele enamorarme de cuanta vidriera veo, sin embargo ahora, paso sin siquiera mirarlas. Encerrarme en mi casa pasó a ser el camino seguro desde el diario. Sólo conservo las ganas de fumar.
Los hombres se convirtieron en mi terror, en cuanto se me acerca uno huyo lo más lejos que mis cortas piernas me permiten. Tampoco puedo descansar, dormir sigue siendo incómodo entre tanto insomnio. Ando a los gritos diciendo que estoy aburrida. Aquello que solía fascinarme ahora me hastía. Me traslado por compromiso, los tiempos muertos duran una eternidad. Analizo los hombres que me interesan y la lista se reduce a muy pocos con los que no pretendo hacer el menor esfuerzo.
Miro el teléfono esperando la llamada, pero a nadie le dí mi número.
A las 21,30 corro tan apurada del diario, como si tuviera algo que hacer.
Las novedades del día a día, aquellas que me enfurecen, las que me entristecen, no me provocan el más mínimo sentimiento.
Tengo todo lo que quiero. Todo. Sin embargo, nada me alcanza. Mis amigas me aburren.
Grito que quiero volver a mis aventuras y cuando se me presenta una, tengo miedo. Estoy experimentando ese sentir que en mi vida jamás tuvo cabida. La escala timérica no era más que una teoría para mi.
El dolor de cintura no me deja pensar, el teléfono no suena. Necesito vacaciones, pero volví hace apenas un mes. Necesito mimos, pero los recuerdos no me dejan avanzar.
El 2009 me tiene perdida. Sólo pude planear mis próximas vacaciones, para las que falta un año. Y sin embargo, no puedo organizar lo que haré mañana.
Los placeres banales que tanto me reconfortaban me abandonaron, dando paso a esta cara de culo que se instaló.
No quiero escribir, no puedo dormir, no me sale dejarme ser.
Así ando, diletando. Esperando nada. Esperando todo.

Federica

Federica me recuerda a mi niñez. A “La abuela Caro”, aquella italianita que me adoptó como nieta y me bautizó con aquel nombre. La que me invitaba salame y hacía la ensalada como me gustaba a mi. La que deliraba en dormida y me despertaba con miedo al oírla. Aquella a la que le recomendaba ponerse de novia y se reía en su timidez añeja.
Mi abuela prestada, la que tejía los escarpines a crochet para mi pie número 40.
Ella siempre preguntaba por su Fede, porque no entendía el vínculo de amor odio que me unía a su nieta verdadera. Y se fue nomás sin saludarme.
Y suelo aferrarme a esos pequeños recuerdos que mi mente mezquina me deja. Lo repito a diario para no olvidarlo.
Cuando vi a ese pequeño pedazo de carne con pelos negros y atisbos marrones pensé que sería bonito recordarme siendo niña nombrando a la ahora pequeña salchichita que acompaña los sueños del caprichoso Bruno Alberto.
En definitiva, me compré otro perro y se llama Federica. Y aunque huyo de los estereotipos de solterona cada vez me aproximo más a ellos.

En breve instalaremos un frigorífico y comenzará la producción de salchichas. Hagan sus pedidos.




(La mancha negra con rasgos marrones es la Federica)

Su vida con él


Pequeño, de sonrisa profunda. Ojos brillantes. Aquella primera vez que lo vio no pudo dejar de mirarlo, hasta dos años después, cuando logró ensimismada mirarse a ella, ajada, destruida. Fueron dos años en que su mirada era el otro, su hacer era para él. Ella podía esperar.
Desde pequeña buscaba ese ansiado príncipe azul, y sabía que para encontrarlo debería de besar algunos sapos. Y supuso que era él el esperado, así de simple así de cursi.
Ella tan correcta, con un pasado en el que la mentira fue una constante que elegía ya no soportar. Y aquella vez que él empezó con embustes lo perdonó, creyendo en el altruismo del sentimiento. Creyendo que el cambiar en pos de un tercero (ella) sería posible. Dos años después gritaba que no podía cambiar, que no quería. Mientras tanto, ya la había engañado, le había robado, ya había llevado a esa cama de los dos a una extraña, y había lanzado aquel palo que fue a dar de lleno en la mejilla izquierda que aún acaricia para no olvidarlo.
Y al amor lo hizo mierda. Mintió, robó, engañó, en nombre de aquel sentimiento.
Fueron dos años de tormentos en los que la esperanza solía tener un espacio, el único que la mantenía viva.
Siempre se decía que cambiaría, él lo prometía, y esta era la última vez. Con la misma boca que la besaba profesaba las más patéticas mentiras.
Aquella sería la última vez. Él podría manejar la adicción. La merca, la camerusa, el nevado, la del Diego, era un entretenimiento, que ella miraba y lloraba. Y después de esa última vez, ella descubría la mierda con la que la consumía, el olor a cocaína en el ambiente, en la ropa, la nariz blanca, las bolsas de las tizas. Ella comenzaba a conocer aquel mundo lejano, del que nunca fue parte y no quería serlo ahora ni nunca. Definitivamente sus adicciones tienen que ver con lo legal, con aquello que no jode a terceros, con eso que no mata.
Estaba aferrada al sueño de la felicidad. Se negaba a ser abandonada de nuevo. No quería que alguien intenté apropiarse de su vida otra vez. Y el llorar se convirtió en un acto cotidiano. Y sentía que se moría viviendo la adicción de él. Pero creía que su actitud cambiaría, en pos del sentimiento.
El vínculo enfermo la convirtió en una paranoica, al despertar revisaba sus cajones, suponiendo que algo faltaría y no se equivocaba.
Ya no podía salía, debía quedarse a velar sus delirios. Se sentía en el profundo compromiso de cuidarlo. Cueste lo que cueste, y le estaba costando la vida.
Era una engreída, que apostaba por el poder, por el intentar. Era una niña que cuanto quiso lo tuvo en su mano. Y este sujeto ahora la estaba matando.
Su vida se convirtió en una tortura. Revisar medias, bolsillos, contar el dinero, esconderlo, no poder comunicarse con terceros ante los celos violentos de ese que decía amarla. Trabajar el día completo para justificar la existencia. Esconder los cuchillos para evitar daños futuros. Llorar sin consuelo, pues era tal la vergüenza que sentía de verse derrotada, lastimada aceptando la humillación, escondiendo los moretones. Inventando accidentes para que su sueños de ser feliz no se esfumen. Estaba segura de que él cambiaría.
Le mató los recuerdos, le reventó la confianza, jugó con su ingenuidad, humilló su genio, lastimó el sentimiento.
Aún hoy recuerda su sonrisa profunda, esos ojos bellos. Ese espíritu de manipulador. Esa andar despreocupado. Y se odia, se detesta por haber pecado de ingenua. Por haber alimentado la locura de un drogón.
Un día, sin más motivos que el hartazgo, la resignación, un poco de coherencia, alzó sus petetes y se fue a la mierda. Ya no quedaba más nada para darle. Ya no quería despertar gritando su ausencia. Ya no deseaba revisar más bolsillos. Ya no quería que le griten puta por haberse tardado media hora en el trabajo. Ya no quería vivir con miedo, ni con esperanzas de que la cocaína sería menos fuerte que el cariño.
Y ahí comenzó el círculo del miedo, las amenazas, las llamadas de perdón, la desesperación de encontrarse con la cocaína y sin el dichoso amor.
Y ahí esa niña quedó maltrecha, huyendo de la confianza, recordando cada día, sin exagerar, el daño que permitió. Aún con secuelas en la cara, en la espalda y en el alma.
Lo odia, odia a cada drogón que se cruza en la calle, odia sentir olor a cocaína, odia a las madres que crian esas lacras. Se odia por haber soportado, por haberlo permitido.
Espera perdonarse. Mientras tanto huye de los hombres, de la gente. Aún revisa los cajones, aún hace el inventario de los escondites donde guarda hasta monedas. Aún camina con miedo por la calle. Aún no puede confesar que convivió con un drogón. Que amó a un ser egoísta que la humilló hasta permitirle que se convierta en una resentida llena de dolores, de esos que se ven y de aquellos persiguen. Huyendo de algún sentimiento bonito ante la posibilidad de que sea un engaño.


La caja

Mi oficina es como una gran caja. Cuadrada, impersonal, fría y algo húmeda. Al frente, la pared; detrás la gente; a la derecha el fin y a la izquierda mis compañeros de banco, como les llamo.
Al llegar la gente puede adivinar mis humores mirando mis gestos. A partir de allí la charla se generará o sólo me sentaré a escuchar sin oír por mis auriculares.
Hasta las 5 de la tarde disfruto de lecturas, adelanto investigaciones, tomo unos mates y fumo, en ocasiones hasta converso.
Ocho tubos fluorescentes destruyen mi vista sin demasiado esfuerzo.
Cuando comienza la tarde el bullicio me aturde. Acostumbrarme a la presencia de sujetos aún me resulta complicado. En la caja nos apilan a dos de nacionales, cinco de deportes y tres diseñadores.
Los de deporte son un equipo de fútbol amateur. Todos de camisa a cuadros, pantalones náuticos y zapatillas, listos para el partidito que dura hasta que las rotativas se ponen a trabajar.
Muchas veces me despabilé al escuchar a alguno de deportes estrellarse contra el piso porque el viejo boxeador recordó sus años de campeón. Hoy es quien escribe sobre boxeo y genera risas para todos por dejar páginas vacías, por sus embustes, y por títulos como: “Boxeo femenino con perfume de mujer”.
Uno que otro de policiales se pasea mostrando su morbosidad en la sonrisa plasmada, rogando por ser sorprendidos por un accidente con varios muertos. Además de cargar ese handy y comunicarse en lenguaje de cana: negativo, positivo, el sospechoso.
Mi compañero de banco me consuela con miradas, ante mis enojos al ver la costumbre enraizada de malos modales. Y me recuerda que no estoy gorda, sólo sorda.
Don Zoilo, él de las fotos, me grita con gran honestidad: “Gorda, voy al kiosco, qué querés”. Y ya voy por mi merienda número dos compuesta por mucha azúcar y una coca Light para acallar a la conciencia.
Y llega la merienda oficial, la del bar. Café en jarrito, fuerte y amargo.
Todo ocurre mientras leo infinidad de diarios, me río de los delirios de Télam y disfruto de los cables de Reuters.
A las 6 las correctoras empiezan con las peroratas de cifras y sintaxis. Para ellas no estoy.
Para disociar esa comunicación casi obligada huyo al patio, un cigarrillo sienta bien cuando el coxis ya no entiende de posiciones para pasar desapercibido y los oídos son grandes cavidades donde el sonido se disipa.
A las 21 tengo que irme. El descontrol va en aumento, los de deporte ya son niños en un potrero, los diagramadores gritan, los fluorescentes me clavan agujas, las correctoras se convierten en esa maestra odiada que la memoria guarda. Perdí la noción de la hora, el clima y en ocasiones la estación del año.
La caja construye un microclima que puede asfixiarme o contenerme. Y en ocasiones la disfruto.

Luis


La muerte está tan segura de ganar que nos da toda una vida de ventaja. A esto, Luis no lo sabía.
La muerte lo engañó o ¿es que acaso toda una vida son veinte años?
Era domingo, 26 de agosto, cuando la muerte resultó vencedora.
Luis creía que tenía ventaja, por eso el sábado se emborrachó y no se puso el cinturón. Ella, toda una señora, le puso el pie como una niña traviesa. El auto volcó.
La muerte hizo trampa. Luis estaba dormido, no le permitió defenderse de la travesura. Ni siquiera le dio la oportunidad de llegar al hospital. Para no sentirse una asesina, hizo que el auto lo empujara hacia ella.
Es una señora cobarde o una niña inocente. Le gusta jugar a las escondidas, porque sabe que el triunfo es siempre para ella.
Luis estaba muy bien escondido, pero todos los sábados la provocaba. Le apasionaba hacerla renegar, se reía ante cada batalla que le ganaba. Quien se ríe ahora es ella. Se vengó.
Adentro de la caja de madera estaba Luis, incómodo. La caja era demasiado pequeña. Tenía una cruz plateada, para que todos creyeran que no estaba solo. Pero además de solito, no tenía luz y estaba encerrado.
La muerte se puso su mejor vestido. Se paseaba orgullosa por la victoria obtenida. Los ojos hinchados la observaban. Nadie quería que esté allí, nadie la había invitado.
Toda la sala tenía su olor, que es el de los claveles. Luis odiaba los claveles. Ella lo sabía, por eso los llevó.
En el velorio, el silencio era tal que se oían los suspiros de las lágrimas reprimidas. Un espeso charco de gotas de mar decoraban la caja.
Era domingo. Luis seguía dormido. Nadie se atrevió a despertarlo de su lento sueño sin emociones.
Aunque todos veían la caja, nadie lo creyó. El lunes el diario le mostró la realidad a los incrédulos: “Fatal accidente por el vuelco de un automóvil. La víctima fue identificada como Luis Ariel Canduci…”. Ella, a los lejos, se reía. Luis estaba triste. La niña disfrazada de señora, le ganó.