He recibido infinidad de regalos en mi vida, casi ninguno me gustó. Dicen que soy una cretinadesagradecida, sin embargo, juro que intento mentir, pero mi cara me delata siempre.
Creo ser básica, cuando quiero regalarme algo no puedo dejar de pensar en libros, zapatos, carteras y animales. Sin embargo la gente no coincide conmigo, dicen por ahí que soy demasiado complicada (no se de dónde sacan eso, ja!) y es así como he recibido pulseras (odio mis muñecas y mis manos en general), ropa (fea), muñecos de peluche (que deberían ser abolidos, sólo juntan mugre, ocupan espacio y sirven para nada), o cositas tecnológicas (no me gustan los regalos costosos).
Odio los collares, sólo uso un perfume, casi todos los maquillajes me dan alergia, detesto los elementos decorativos (kitsch), no uso reloj, adoro los lápices de colores, sólo uso una marca de aros, me gustan las lámparas, colecciono prendedores… es simple. Pero no, las personas se empeñan en darme objetos que irán a morir en un cajón u ocuparán la repisa de algún agradecido. Y no se trata del objeto, ni del dinero, sino del tiempo invertido en conseguir un algo que me haga sonreír.
En mi último cumpleaños hubo un regalo que no dejo de mirarlo a diario, un regalo que me fascinó, no por su valor económico ni por su originalidad, sino porque quien me lo dio estuvo atenta a mis necesidades (hace rato que quería uno de estos), porque se tomó el tiempo para pedirlo y hacerlo construir tal como yo lo quería y sobre todo, porque mi hermana tiene poco tiempo, demasiadas preocupaciones y deudas, y sin embargo sigue colaborando (como hace 17 años) en mi hobbie favorito (ordenar), sigue intentando que yo tenga todo lo que quiero (que es más de lo que necesito) aún en desmedro de ella y pensando que es un idiotez de mi parte tener tantos zapatos. Ella me regaló mi anaquel de zapatos real, que desde ahora encabezará el blog.
Creo ser básica, cuando quiero regalarme algo no puedo dejar de pensar en libros, zapatos, carteras y animales. Sin embargo la gente no coincide conmigo, dicen por ahí que soy demasiado complicada (no se de dónde sacan eso, ja!) y es así como he recibido pulseras (odio mis muñecas y mis manos en general), ropa (fea), muñecos de peluche (que deberían ser abolidos, sólo juntan mugre, ocupan espacio y sirven para nada), o cositas tecnológicas (no me gustan los regalos costosos).
Odio los collares, sólo uso un perfume, casi todos los maquillajes me dan alergia, detesto los elementos decorativos (kitsch), no uso reloj, adoro los lápices de colores, sólo uso una marca de aros, me gustan las lámparas, colecciono prendedores… es simple. Pero no, las personas se empeñan en darme objetos que irán a morir en un cajón u ocuparán la repisa de algún agradecido. Y no se trata del objeto, ni del dinero, sino del tiempo invertido en conseguir un algo que me haga sonreír.
En mi último cumpleaños hubo un regalo que no dejo de mirarlo a diario, un regalo que me fascinó, no por su valor económico ni por su originalidad, sino porque quien me lo dio estuvo atenta a mis necesidades (hace rato que quería uno de estos), porque se tomó el tiempo para pedirlo y hacerlo construir tal como yo lo quería y sobre todo, porque mi hermana tiene poco tiempo, demasiadas preocupaciones y deudas, y sin embargo sigue colaborando (como hace 17 años) en mi hobbie favorito (ordenar), sigue intentando que yo tenga todo lo que quiero (que es más de lo que necesito) aún en desmedro de ella y pensando que es un idiotez de mi parte tener tantos zapatos. Ella me regaló mi anaquel de zapatos real, que desde ahora encabezará el blog.
(Existen otro tipos de regalos, pero esos son otra historia, como también hay mucho por decir de mi hermana y esa también es otra historia)