30 de noviembre de 2008

¿Elegir qué?


Santiago del Estero. Elecciones a gobernador, vice, diputados, comisionados.
Elecciones cantadas. Una mierda.
Mi persona vota porque quiere aportar y porque necesita renovar el pasaporte.
En aquella mesa sentí igualdad, como nunca antes. La madre de 12 hijos, la que no terminó el secundario, la mantenida, la vividora, la universitaria, todas en la fila. Algunas con el mismo fin. Otras votando por una bolsa de azúcar, algunas con la ilusión del voto castigo al ver que el poder se acumula en los bolsillos de uno solo, y unas pocas, con la esperanza del cambio. Un cambio no propuesto, en un pueblo al que no lo dejan ser ciudad.
Al menos el termómetro no gritaba 50 grados y la gota gorda no rodó.
La democracia murió en alguna Ágora de antaño, tengo la certeza, sin embargo sigue molestándome (como siempre) la mentira que dice que el poder reside en la totalidad de sus miembros. Déjense de joder. El poder reside en el sujeto que contrató la totalidad de remisses de la ciudad a los que empapeló con su apellido. El poder reside en él y brota de él.
El payaso de Flor Randazzo ya anda dando vueltas al igual que algunas otras figuritas nacionales.
Las cuestiones políticas jamás me perturbaron. Mi trabajo se queda en la oficina. No discuto, no peleo por una posición, que ni siquiera tengo. Soy la heredera de los desaparecidos, pertenezco al grupo de jóvenes que creció con padres en la moda del divorcio, alejados de las soluciones en los bares de café. Simplemente una posmoderna. Con los ideales muertos. Sin embargo, ver cómo la gente se deja meter el dedo en el culo me jode. Hacer fila con la madre de 12 hijos, con la capacitada sin laburo, con la inútil del sistema me puso en igualdad de condiciones; no lo suelo pensar sólo porque habito un cubículo al que no dejo entrar al mundo, pero hoy fue distinto. Esas mujeres además de compartir la inicial del apellido eran iguales a mí y me jode. Me jode que se les coarte la chance de elegir, porque esto fue una parodia. Un escenario armado, simples formalismos en los que se invirtió una gran cantidad de dinero, como un película de yankilandia para que el final sea feliz para unos pocos, mientras que la madre va por el hijo 13, la capacitada se frustra y la inútil no sabe qué mierda hacer. Este es un show, que ya no quiero mirar.

28 de noviembre de 2008

Mi principito

No quiere. Reniega de su pseudo historia.
La lucha es constante, batalla la vida contra él mismo. Supone habitar su plexo solar, pero aún no supera ni la mitad de la mierda existencial. Quiere ser desprejuiciado, liberal; pero la cadena de animal de circo -llamada sociedad- lo limita. Sólo cree ser capaz de aguantar, de sobrevivir.
La cultura hegemónica lo reduce a simple mortal; pretende erigirse en gigante y destruirla. La hegemonía lo condena, su pasado lo esclaviza. Principito de alas recortadas. Combate sus raíces, sus costumbres.
Desea que una manzana caiga en su cabeza, descubrir América, gritar Eureka. Quiere ser único.
La muerte lo acobarda, la vida lo apabulla. Su alma divaga ingrávida entre desaguisados recorridos. Anhela el estado Nirvánico. Pretende ser atrapado por las puertas de la percepción. Viajar junto a Huxley embebidos en Mezcalina para descubrir su mundo feliz.
La bienvenida al universo de los adultos lo enerva y cae en el abismo de la contradicción. Idealista como él solo. Capaz de novelar acerca de paraísos inexistentes, capaz de hacer feliz a esta escéptica empedernida.
Aún no logra penetrar en el misterioso país de las lágrimas. Es el pibe de los astilleros. Comprende que sin utopías no puede vivir en esta realidad horrible: se levanta, vuela, construye. De repente: se abofetea y cae sin red que lo soporte.
Rechaza el nihilismo, el escepticismo lo angustia, Dios está lejos. ¿Qué hacer entonces?
Es sólo él, enjaulado en la miseria de la posmodernidad. Sufre el perpetuo presente formado por un Apocalipsis en continuo cambio.
Es un jeroglífico vivo. Es un alma que a veces habita un cuerpo. Es sólo él.

Mi día de rubia tarada

Un día de rubia tarada son esos en los que te piden una Coca y les alcanzás un vaso. Son esas jornadas en las que sufrís de una dislexia absoluta.
Descifrar los delirios de Indec me resultó una tarea imposible, apenas si pude entender qué era un supermercado.
Son esos días en los que sería mejor hacerse un baño de crema, pintarse las uñas, ir a la peluquería y caer en el maniqueísmo de si, no.
La rubia tarada carece de capacidad de concentración. Es una monada para mirar, deleitar la retina, más no para mantener un diálogo que exija saberse más de cien palabras. No intento con despotricar contra ellas, son un estereotipo maravilloso y en ocasiones una realidad que sorprende.
Hoy tuve mi día de rubia tarada. Pedí que me hablen muy lento, evité con todas mis fuerzas escribir sobre el Merval, pero ya estaban las cartas echadas y logré sacar algunos jeroglíficos y convertirlos en información.
Me di cuenta que me sé todas las letras de todas las canciones pop. Popísima!
Me picaba la cabeza y me rascaba el hombro. Mandaba órdenes al cerebro, pero no llegaban ni a la nariz. Quería mover el pie izquierdo y empecé a caminar con la mano derecha.
Como siempre me resigné, pedí alto gancho y me voy a de Shopping. Este día de rubia tarada lo disfrutaré con mi castaño oscuro a full. Si tengo tiempo paso por la peluquería.

27 de noviembre de 2008

Civilicémonos


Como diseñadora puedo asegurar que existen infinidad de fieles materiales para crear/ confeccionar indumentaria con el resultado final de belleza y confort.
Como mujer puedo afirmar que el tricot, la pana y la lana abrigan tanto como una piel de animal.
Como sujeto poco amante de la naturaleza puedo asegurar que proteger a los animales de prácticas salvajes es saludable para la preservación de las especies.
Y ante todo, como ser humano, sostengo que es inaceptable incentivar la masacre de animales para portarlos como finos adornos. Más aún en el siglo XXI, donde la tecnología permite la construcción de hermosas texturas. Más aún cuando el mundo pide a gritos un poco de respeto.
Civilicemos esta zoociedad diciendo no.

25 de noviembre de 2008

El dolor de la belleza

Las prácticas femeninas me resultan absurdas. Imaginarme sufriendo adentro de un gorro símil pelado ante una sujeta que me martiriza con una aguja de tejer me agota. O el saberme presa del un acto de tortura como la depilación me hace replantear el placer que representa ser mujer. Ni siquiera el milagro (como algunos le llaman) de tener el potencial de una madre aliviana mis ganas de no ser.
Ni hablar de las reprimendas sociales ante la ausencia de la corrección.
Una sesión de peluquería me resulta una letanía, tan similar a las clases de física que sufrí tantos años atrás.
Esto lo pienso mientras una heredera del Marqués de Sade me repite que “la belleza duele” mientras blande sobre mis pies unas extrañas tenazas. El suplicio duró cuarenta minutos en los que tuve tiempo de aburrirme, quejarme, fumar 5 cigarrillos y pensar que eso de que la belleza duele no es una máxima que pueda soportar mucho más sobre mi piel.
A quién se le ocurrió pensar que tener durante horas un menjunje de alimentos no perecederos en la cabeza puede traducirse en un mimo hacia mi persona. Una caricia sería comerme un asado sin engordar, comprar ropa sin gastar, leer sin que el tiempo corra. En absoluto permitir que me tiren del cabello, maltraten mis piececitos o coloquen elementos a altas temperaturas sobre mi piel puede tratarse de un mimo. El letargo de bañarse ya debería ser suficiente. Pero no, se empeñan en que después de que todas estas prácticas maltraten mi cuerpo deba subirme a los tacos insufribles, meterme adentro de géneros que pican y en ocasiones poseen cortes que una debe colocarse en posiciones estratégicas para no descubrirse desnuda ante extraños o colgar absurdas piedras de mi cuello y esta cuestión del cabello, maldita mierda cultural, pelada no sentiría calor, no debería gastar fortunas en productos mentirosos, el baño se reduciría a cuestión de segundos.
Y sigo sentada ante la maldita que disfruta de provocarme dolor, ahora en las manos. Comerme las uñas es un placer similar al de beber cerveza y ella se empeña en contarme los beneficios de unas uñas prolijas y pintadas. Mientras, yo solo me pregunto si esas pinturitas son inflamables porque quiero fumar. Pero una mano está prisionera de la heredera y la otra se remoja en un extraño recipiente con agua demasiado caliente. Así que debo reconfortarme con el recuerdo del placer que me genera el tabaco.
Una hora sentada, casi en la misma posición, transformada con esas costumbres burguesas en una boludita coqueta.
Y como si todo ese sufrimiento no fuese suficiente debo pagárselo. Ella debería agradecerme por soportar esa batalla y sobrevivir.
Eso sí, ahora antes de meter una de mis manos en la boca recuerdo los paquetes de cigarrillos que no podré comprar tras haber ofendida a mi cocodrilo depositando dinero en la generadora de prácticas dolorosas, así que claudico en mis intenciones de morder una uña, un cuerito o jugar con la cutícula, ni siquiera me quiero rascar ante el temor de que “la francesa” se vaya a la mierda.
En quince días vuelve a la carga, creo que pediré amputación directa. Y las ideas de extensiones, cama solar y demás coqueterías las agendé para la otra vida.

24 de noviembre de 2008

Homero

Homero era un alcohólico. Huraño y de pocas palabras. Aún en sus últimos días oía la licuadora y alistaba su taza para beber daiquiri, aunque su preferido era el whisky con dulce de leche. Todo lo solucionaba consumiendo azúcar. Oír un caramelo desnudándose lo hacía saltar (literalmente) de dicha.
Era parco, para él sólo existía un ser al que le sonreía, aunque muchos intentaron sobornarlo con algún bocadillo. Nunca le importó eso de “respetar la mano que te da de comer”.
Pequeño, oscuro de ojos color miel. Orejas disimuladas, cejas castañas. No era un alfa, pero tenía tal garbo que su estirpe poco digna era disimulada.
Antipático, apático. Jamás simpático.
Todo aquello que deseaba lo conseguía. Por las buenas o por las malas, generalmente sus formas eran hoscas, sin vueltas. De humores inestables. Evitaba a todo ser humano en la calle. Era un tipo libre. Las ataduras propias de su andar jamás lo detuvieron. Huyó de lugares indeseables, y amó a unos pocos.
Entre sus actividades preferidas se ubicaban el descanso y yirar. Peleador callejero, tantas veces me tuve que interponer a sus ganas de mostrar su tamaño; conflictuado, sin embargo se las arreglaba para dar tímidos abrazos.
Jamás obedecía. La cama le pertenecía y el alcohol era una constante. No tuvo otros vicios.
La última borrachera lo encontró delirando en una vereda y entregándose al sueño.
Un jueves por la siesta su corazón latió más fuerte, tanto que casi no lo soporta. El suero lo estabilizó, pero cuando lo vi me contó que ya había sido suficiente para él. Había conocido la noche, viajado de polizón, vivió solo, acompañado. Siempre soltero (dicen por ahí que tenía tendencias raras en la cama). No dejó herederos.
Sus ojitos me dijeron que ya no querían seguir por aquí. Y lo dejé libre.

18 de noviembre de 2008

De miserias


Mientras cliqueaba (vaya término) me hirió la retina esta imagen. Sólo pensé. "Qué humanidad de mierda somos, qué nos pasa para permitir que estas situaciones sucedan".
En cuestión de segundos pensé en resiliencia, adaptación, fortuna por preservar la vida, pero... somos una mierda...

Una mirada


Sólo la mirada. Más allá de la ferocidad.
Los ojitos tan tiernos. Las garras más abajo.

Digo no


Descubrí en los auriculares un refugio para evitar los diálogos inútiles. En ocasiones están apagados. Son sólo un ícono, un cartel que reza “no molestar”.
Elegí la distracción cansada de las miradas de terceros al recibir un: “No me interesa hablar ni escuchar”. Ya suficiente aguanto escuchando una y otra vez que mi cara es de culo, cuando sólo me abstraigo a pensar y olvido dar señales a los músculos de mi cara.
Muchas oportunidades me encontraron simulando un tarareo imaginario ante las caras que pedían respuesta. Esto de hacerse la idiota es todo un arte. Quisiera ser simplemente distraída, pero no dejo un instante de pensar, mirar, cotejar e ir armando imágenes visuales de todo lo que me rodea, por más inútil que resulte.
Honestamente estoy cansada de los remisseros que se fascinan (literalmente) creyendo que mi trabajo es un regalo del cielo, mientras yo sólo pienso que jamás imaginé ser periodista y qué sólo me trae dolores de espalda. En ocasiones me perturban esas voces molestas, cargadas de resentimiento (a veces soy yo quien las cubre) o las observaciones absurdas que me resigné a no discutir. Simplemente me escondo entre mis auriculares.

8 de noviembre de 2008

Me jode

Entiendo que en el transcurrir de la cotidianeidad existe sinfines de posturas, gestos, sonidos, actitudes y demás de un tercero que nos rompe soberanamente las pelotas, pero es que de 50 asientos me vine a elegir justo el pasillo de la ventanilla habitada por un púber con sinusitis!, puta madre!.
Inicialmente el sonido se me insinúa y me permite imaginar esas cuestiones nasales que no se dejan participar del exterior, pero poseen cierto tipo de divismo por el que pretenden hacernos saber de su existencia generando ese sonido que hiere y sobre todo: jode.
Sonate la nariz hijo de puta! Me gritan las malas intenciones y esta alma de patotera que no descansa. Pero me prometí que no me pelearía con circunstanciales compañeros. Sin embargo, el sonido de la nariz aspirando como intentando no perderse ni una sola gota de aire me jode en lo más profundo, mi hermana lo hace y es lo que más odio de ella, pese a tener miles de errores, ese me hace desear que no tenga mi sangre o bien que se quite esa costumbre de mierda de una vez por todas. Y en vez de encausarse mi deseo, ahora me surge una sobrina con idénticas costumbres aspirantes que su madre.
Pero mierda!, yo ando por el mundo sin producir sonidos molestos: levanto mis pies al caminar, me sueno los mocos, no arrugo bolsas de plástico incansablemente, mis tacos de ambos pies de gastan parejos, no masco chicle generando sonidos públicos, entonces por qué carajo tengo que aguantar a este niño aspirando hasta el fondo, cuando en realidad de esa nariz no saldrá algo o bien porqué no se la suena de una vez por todas. Pero me voy a vengar, aún quedan siete horas de sueño en las que prometo roncar cual animal hambriento.

Falsos ídolos

La ponencia de aquel exiliado de los 70 se insinuaba como provechosa. Los púberes de conocimientos se amontonaron en los pasadizos de aquella facultad de educación pública y gratuita para adquirir el primer tesoro: un pupitre.
Aquel hombre que utilizaba como nombre de sus escritos títulos “poco auspicioso”, tal como asumía aquella obsecuente que venía a hacer de presentadora.
A decir verdad, mi imaginario me hablaba de un sujeto de gran porte, y no fue más que un pequeño hombre de 1,67 que presentaba cierta desproporción entre el tamaño del cráneo y el resto de su humanidad.
Se revelaba ante mis ojos un auditorio colmado de jóvenes que a los que aún se les hace creer que la comunicación social es un servicio a la comunidad condimentada con buenas intenciones.
Y entre aquella voz de radio corporizada, los jóvenes, la presentadora obsecuente que (estoy segura) garabateaba absurdos en su libreta de chica bien poniendo cara de estar levantando hallazgos que caían de aquellos labios y los mates que se dispersaban por el salón, un “gol” se metió por la ventana, inmiscuyéndose en ese espacio otro. Sin embargo, el señorcito se inundó con su discurso al punto de oírse sólo él, porque tampoco pareció percatarse de los oyentes que huían escondiendo la cabeza, como si asumir que la charla era un embole los convertía en seres ordinarios que huían del conocimiento.
Así nomás fue que mi 1,78 se levantó de aquel pupitre del que no guarda recuerdos en su escueta y simple memoria, y huyó, no del conocimiento sino de la tautología, de lo oído hasta el hartazgo, del cinismo periodístico y de aquel hombrecito que se regodeaba en su discurso, para muchos, ya inaudible.
Y la vista del río de Rosario fue la mejor elección para terminar aquella ponencia, imaginando dónde estaría el puerto de donde salían aquellos buques de granos, considerando que se liberaron mínimamente las posibilidades de exportación.
Y cuando me distraía me preguntaba cuánto tiempo llevaban esos chicos corriendo detrás de aquella pelota, que de sólo mirarlos me hacía agitar, Porque eso no fue el cigarrillo número sinnúmero que sostenía entre mis pequeñas manos.





Reposa sobre la pared, y cuánto se me parece. Es como un ícono de mi alacena mental, además de ser el espacio donde amontono todo lo que considero querible (más allá del objeto).
También se parece a la imagen que me devuelve el espejo.
Sus espacios están perfectamente dispuestos para cada ejemplar. Infinidad de libros, estacionados por géneros, tamaños, más no formas se acumulan y en ocasiones me llaman.
La diseñé en la pared en blanco y me divertía observar al señor de las maderas trasladar aquel esqueleto a la escala de un cuaderno escolar.
Tomos de la Real Academia, Jaime y Simón, Barthes, La Storni, Arlt, un par de botas grises, proyectos de diseño, mi amontonamiento de botones, “la cosmo”, el compendio de las National Geographic anglosajona, 15 cajas de zapatos, moldes hecho con torpeza, un par de cd´s, la expendedora de música analógica, una caja de acuarelas (auque ya las abandoné), la valija de Plaza Sésamo, cajas con huellas de la memoria que carezco, un muestrario de telas, mi títulos amontonados. Infinidad de cachivaches que hablan de mi: la meticulosa, la diseñadora, la frívola de los zapatos que se conmociona con retacitos de memoria. Plagada de libros que me transportan a Villa Mariano Moreno, 20 años atrás, y a mi abuela.
Es mi espejo, en ese caos con mi orden, naranja, recortada, algo dispersa.

Lo que quiero ser

Cuando sea grande quiero ser veterinaria, arquitecta o bien, ingeniera civil, hace años que deseo un puente en mi cuarto.
Mientras tanto, por la mañana, ensayo sumas enrevesadas que no se dejan entender, dialogo con extraños sobre productos, precios y demás vericuetos que no me interesan. Cuando el sol comienza a arder por estos lares reniego con cotizaciones, me entero de las compensaciones que les entregan a los productores de agroalimentos. De pronto me revienta un coche bomba en la cara, y es uno más del montón. Y los payasos nacionales hacen de las suyas y me paso así la tarde, entre absurdos, muertes, mates y galletas de gluten. Esperando hacerme grande.
A la noche, sigo escribiendo, dibujo y en ocasiones ensayo con la cocina, mientras La Salchicha acerca miles de objetos amontonándolos a mis pies. Él sabe que cuando yo sea grande podré curar sus dolencias, hacerle una casa y ante todo, tendremos nuestro puente en la habitación.

¡Chupá Francisco!

Francisco pidió un helado simple de color marrón, supuse que esperaba que tuviese sabor a dulce de leche, pues el chocolate posee mayor entidad que un color. El niño lo aceptó, ante la duda no pregunté, no me llevo bien con el idioma niño.
Matías quiso un doble de doble frutilla, me pareció un acto barroco y un tanto exagerado, sin embargo accedí, la madre está para decir no, la tía para sonreír.
Yo preferí el folleto con la programación del cine, al menos ese no acusaba calorías.
Mi vínculo más estrecho lo tengo con un perro, que suele abastecerse solo de casi todas sus necesidades, por lo que suelo olvidar que un niño pretende algo de atención.
Con el folleto y un pucho nos sentamos, me olvidé (como siempre) que estaba con niños y cuando miré a Francisco (vaya una a saber cuántos minutos luego de sentarnos) su remera azul era marrón, sus manos también y en un exabrupto, mientras el niño apoyaba su helado en el borde de la mesa y miraba sobre su hombro le dije: “Chupá Francisco”, y Francisco, con rapidez y algo de pasión deslizó su lengua hacia los bordes de la mesa.
Tendría que haberle indicado que debía chupar el helado?. Los niños son un misterio.

Kilitos




Cuatro kilos en cuatro días. Cómo es que pude producir cuatro nuevos kilos en sólo cuatro días. Qué habría sido de mí si el domingo me comía aquel helado, o el lunes asaltaba la panadería. Aunque comparto que aquella última pizza del sábado fue excesiva. Además, la cerveza del viernes no sólo produce reseca.
Voy a tirar a la mierda esa balanza.

7 de noviembre de 2008

Dolor de piernas (de las dos)


Siempre procuro evadir la burocracia. Todo lo que tenga vínculo con bancos, entes estatales, pagos de facturas, lo aborrezco. Prefiero morir a latigazos antes que hacer un trámite.
Sin embargo hoy, contra mi voluntad y empujada casi por un capricho, pasé 4 horas parada, prácticamente inmóvil adentro de un Banco.
Llevé un libro, la lectura suele ser un buen tranquilizante, junto a la costura es lo único que logra frenar mis aires de asesina serial.
La primera hora fue feliz, me prometí no mirar el reloj, no golpear a mi circunstancial vecino y ante todo: sonreír.
Sin embargo, en el minuto 120 todo cambió: ver cómo se producían esas relaciones circunstanciales me puso los pelos de punta, el único sujeto mirable de la larguísima fila metió un dedo (el meñique) en su nariz, lo que deshabilitó cualquier intención de seguir mirando, la fila estaba suspendida en el tiempo mas no el reloj. Ya no sonreía, y mi inoportuno vecino no tuvo mejor idea que preguntarme a qué hora cerraba el maldito banco, a lo que respondí secamente, con la cara de culo que corona mi vida: No se. Fin del diálogo. Me sonreí por dentro y sentí cierta penita por aquel sujeto que necesitaba acortar sus horas de espera, pero yo estaba enojada con la burocracia, con los dos únicos cajeros para ese malón de ansiosos cobradores, con mi piernas inmóviles, con mi vicio hijo de puta que me pedía encender un pucho y ante todo, estaba enojada con la vida y con mi capricho que me hacía permanecer en ese mínimo espacio casi hacinada sintiendo olores que no eran propios.
Cuando los 240 minutos se paseaban cómodamente, una remera me miraba con un “Don´t worry”, no pude más que sonreír a tremendo optimismo de imprenta y suspirar por no sé qué número de vez.
Y entre una página y otra, el pasillo se había convertido en un pic nic: galletitas variedad eran devoradas y acompañadas por una mirinda de 2 litros jajajajaja. Pero la fila no se movía!.
Seguía leyendo, pero ya me ponía metas y me decía: Cuando llegue a tal punto seré feliz, porque faltará poco para alcanzar la ventanilla. Y efectivamente, cuando me posaba en aquel punto mi alegría era gigantesca. Consuelo le dicen algunos, para mi son alivios.
Y mientras muchos miraban el reloj, papaban moscas, se metían el dedo en la nariz, yo sólo quería huir con mi dinero.
Y ya que muchos habían tomado el tiempo para comer yo elegí pintarme las uñas y me dije: La próxima vez me traigo las cremas y el equipo de manicure. Y mi vecino volvió a intentar, ahora con timidez, iniciar un diálogo, lo corté en seco, por supuesto. Nada de venir a tener vínculos por necesidad.
Yo siempre necesito consuelos para sobrevivir en situaciones límites como estar metida en un banco, por lo que pensaba en las bonitas cosas que adquiriría al obtener mi dinero. Y ahí me llamó la atención dos sujetos que dialogaban, pero eran esa clase de personas que en la calle no se cruzarían ni una mirada, y pensé en los estragos que provoca el aburrimiento.
A la tercera hora gastada ya había probado mil paradas: sacada de culo, sacada de panza, puntas de pie, patas para afuera, toda mi humanidad sobre la pierna derecha, luego a la izquierda, brazos cruzados, brazos a la espalda, me comí una uña y miré mal a cuanta persona me rozaba.
Cuando faltaba muy poquito para llegar a la ventanilla me puse paranoica y dramática, para no dejar de ser yo, y me decía: “Y si deciden cerrar el banco?”, “Y si cuando me toca a mi ya no queda plata?”, “Y si no hay dinero en mi cuenta?”. Me enojaba y me desenojaba en cuestión de segundos. Y divisé a un chico que me gustaba en mi adolescencia, porque yo a la gente la tengo en dos grupos: los que me gustan o me disgustan. Éste pertenecía a la primera bolsa. Y me decía: “Qué cagada que se casó”… jajajaja, porque en la cola del banco también se puede conseguir un picadito che!.
Por supuesto, el libro que llevé era un embole, pero lo terminé de leer. Cuando llegó mi turno de pedir dinero estaba desesperada, feliz, conmocionada. Saludé al cajero con una sonrisa de oreja a oreja y un gran hola, a lo que respondió una mirada de desidia absoluta, pero no me importaba, yo ya me iba, y a él le quedaban mil ansiosos más.
Tuve un gran problema para comenzar la caminata, no sabía cuál puta pierna iba primera, creo que jamás pasé tanto tiempo parada casi inmóvil.
¿Que por qué no cobro por cajero automático?, la tecnología y el miedo a ser encañonada es muy fuerte, además, alguna vez olvidé la contraseña y la fila para hacer el trámite de una nueva es larguiiiisima jajajajajaja.