8 de noviembre de 2008

Falsos ídolos

La ponencia de aquel exiliado de los 70 se insinuaba como provechosa. Los púberes de conocimientos se amontonaron en los pasadizos de aquella facultad de educación pública y gratuita para adquirir el primer tesoro: un pupitre.
Aquel hombre que utilizaba como nombre de sus escritos títulos “poco auspicioso”, tal como asumía aquella obsecuente que venía a hacer de presentadora.
A decir verdad, mi imaginario me hablaba de un sujeto de gran porte, y no fue más que un pequeño hombre de 1,67 que presentaba cierta desproporción entre el tamaño del cráneo y el resto de su humanidad.
Se revelaba ante mis ojos un auditorio colmado de jóvenes que a los que aún se les hace creer que la comunicación social es un servicio a la comunidad condimentada con buenas intenciones.
Y entre aquella voz de radio corporizada, los jóvenes, la presentadora obsecuente que (estoy segura) garabateaba absurdos en su libreta de chica bien poniendo cara de estar levantando hallazgos que caían de aquellos labios y los mates que se dispersaban por el salón, un “gol” se metió por la ventana, inmiscuyéndose en ese espacio otro. Sin embargo, el señorcito se inundó con su discurso al punto de oírse sólo él, porque tampoco pareció percatarse de los oyentes que huían escondiendo la cabeza, como si asumir que la charla era un embole los convertía en seres ordinarios que huían del conocimiento.
Así nomás fue que mi 1,78 se levantó de aquel pupitre del que no guarda recuerdos en su escueta y simple memoria, y huyó, no del conocimiento sino de la tautología, de lo oído hasta el hartazgo, del cinismo periodístico y de aquel hombrecito que se regodeaba en su discurso, para muchos, ya inaudible.
Y la vista del río de Rosario fue la mejor elección para terminar aquella ponencia, imaginando dónde estaría el puerto de donde salían aquellos buques de granos, considerando que se liberaron mínimamente las posibilidades de exportación.
Y cuando me distraía me preguntaba cuánto tiempo llevaban esos chicos corriendo detrás de aquella pelota, que de sólo mirarlos me hacía agitar, Porque eso no fue el cigarrillo número sinnúmero que sostenía entre mis pequeñas manos.


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