3 de febrero de 2009

Su vida con él


Pequeño, de sonrisa profunda. Ojos brillantes. Aquella primera vez que lo vio no pudo dejar de mirarlo, hasta dos años después, cuando logró ensimismada mirarse a ella, ajada, destruida. Fueron dos años en que su mirada era el otro, su hacer era para él. Ella podía esperar.
Desde pequeña buscaba ese ansiado príncipe azul, y sabía que para encontrarlo debería de besar algunos sapos. Y supuso que era él el esperado, así de simple así de cursi.
Ella tan correcta, con un pasado en el que la mentira fue una constante que elegía ya no soportar. Y aquella vez que él empezó con embustes lo perdonó, creyendo en el altruismo del sentimiento. Creyendo que el cambiar en pos de un tercero (ella) sería posible. Dos años después gritaba que no podía cambiar, que no quería. Mientras tanto, ya la había engañado, le había robado, ya había llevado a esa cama de los dos a una extraña, y había lanzado aquel palo que fue a dar de lleno en la mejilla izquierda que aún acaricia para no olvidarlo.
Y al amor lo hizo mierda. Mintió, robó, engañó, en nombre de aquel sentimiento.
Fueron dos años de tormentos en los que la esperanza solía tener un espacio, el único que la mantenía viva.
Siempre se decía que cambiaría, él lo prometía, y esta era la última vez. Con la misma boca que la besaba profesaba las más patéticas mentiras.
Aquella sería la última vez. Él podría manejar la adicción. La merca, la camerusa, el nevado, la del Diego, era un entretenimiento, que ella miraba y lloraba. Y después de esa última vez, ella descubría la mierda con la que la consumía, el olor a cocaína en el ambiente, en la ropa, la nariz blanca, las bolsas de las tizas. Ella comenzaba a conocer aquel mundo lejano, del que nunca fue parte y no quería serlo ahora ni nunca. Definitivamente sus adicciones tienen que ver con lo legal, con aquello que no jode a terceros, con eso que no mata.
Estaba aferrada al sueño de la felicidad. Se negaba a ser abandonada de nuevo. No quería que alguien intenté apropiarse de su vida otra vez. Y el llorar se convirtió en un acto cotidiano. Y sentía que se moría viviendo la adicción de él. Pero creía que su actitud cambiaría, en pos del sentimiento.
El vínculo enfermo la convirtió en una paranoica, al despertar revisaba sus cajones, suponiendo que algo faltaría y no se equivocaba.
Ya no podía salía, debía quedarse a velar sus delirios. Se sentía en el profundo compromiso de cuidarlo. Cueste lo que cueste, y le estaba costando la vida.
Era una engreída, que apostaba por el poder, por el intentar. Era una niña que cuanto quiso lo tuvo en su mano. Y este sujeto ahora la estaba matando.
Su vida se convirtió en una tortura. Revisar medias, bolsillos, contar el dinero, esconderlo, no poder comunicarse con terceros ante los celos violentos de ese que decía amarla. Trabajar el día completo para justificar la existencia. Esconder los cuchillos para evitar daños futuros. Llorar sin consuelo, pues era tal la vergüenza que sentía de verse derrotada, lastimada aceptando la humillación, escondiendo los moretones. Inventando accidentes para que su sueños de ser feliz no se esfumen. Estaba segura de que él cambiaría.
Le mató los recuerdos, le reventó la confianza, jugó con su ingenuidad, humilló su genio, lastimó el sentimiento.
Aún hoy recuerda su sonrisa profunda, esos ojos bellos. Ese espíritu de manipulador. Esa andar despreocupado. Y se odia, se detesta por haber pecado de ingenua. Por haber alimentado la locura de un drogón.
Un día, sin más motivos que el hartazgo, la resignación, un poco de coherencia, alzó sus petetes y se fue a la mierda. Ya no quedaba más nada para darle. Ya no quería despertar gritando su ausencia. Ya no deseaba revisar más bolsillos. Ya no quería que le griten puta por haberse tardado media hora en el trabajo. Ya no quería vivir con miedo, ni con esperanzas de que la cocaína sería menos fuerte que el cariño.
Y ahí comenzó el círculo del miedo, las amenazas, las llamadas de perdón, la desesperación de encontrarse con la cocaína y sin el dichoso amor.
Y ahí esa niña quedó maltrecha, huyendo de la confianza, recordando cada día, sin exagerar, el daño que permitió. Aún con secuelas en la cara, en la espalda y en el alma.
Lo odia, odia a cada drogón que se cruza en la calle, odia sentir olor a cocaína, odia a las madres que crian esas lacras. Se odia por haber soportado, por haberlo permitido.
Espera perdonarse. Mientras tanto huye de los hombres, de la gente. Aún revisa los cajones, aún hace el inventario de los escondites donde guarda hasta monedas. Aún camina con miedo por la calle. Aún no puede confesar que convivió con un drogón. Que amó a un ser egoísta que la humilló hasta permitirle que se convierta en una resentida llena de dolores, de esos que se ven y de aquellos persiguen. Huyendo de algún sentimiento bonito ante la posibilidad de que sea un engaño.


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