5 de enero de 2009

El grito de una madre que pide que su hija despierte en una sala velatoria debería ser parte de una pesadilla.
“Así es la vida” decía la chismosa del barrio, sin embargo eso era la muerte, que es parte de la vida, pero en la instancia en que carecemos del existir.
Y parada ahí lloraba a una casi extraña, por quien no sentía cariño alguno, pero esa madre, ese cajón, ese cuerpo de 24 años con un balazo en el pecho me dolía.
Los hijos deberían velar a sus padres, jamás a la inversa. El suicidio debería ser sólo una mala idea. Aquella bala no debería haber salido.
Algo nuevamente rompió mi habitáculo de ideales. Y no lloraba la muerte, sino la ausencia. Lloraba por el dolor sin nombre de aquella madre.
Alguna vez, en el pasado, vi a otra mujer velar a su hijo. Pero ésta no lloraba y aquel hijo también tenía un balazo, pero en su cabeza. En esa oportunidad también lloré. Lloraba por sentir que se desmoronaba de culpa ignorada el hermano del muerto. Y pese a mi mala memoria, lloraba porque recordaba que ese muerto era mi tío preferido.
Ya casi era una adulta y suponía que el dolor del hijo muerto diezmaba el alma de una madre. Sin embargo, mi abuela se mantuvo seca, tan lejana como es su costumbre cotidiana.
En el velorio de la joven suicida muchos trataban de descifrar las motivaciones. Yo pensaba en esa madre que me llamaba por el nombre de su hija, sin entender si al verme se refería a Fernanda viva o a aquella que yacía en el cajón.
A diario me pregunto cómo puede haber esperanza cuando el olor a clavel nos invadió. Cómo se puede anhelar la mejoría cuando las lágrimas pusieron nuestra boca salada, cuando el ojo confirmó la ausencia. Cómo se puede planear si el oído quedó herido de tanto susurro de dolor, y las manos acariciaron a aquella madre que no encontraba consuelo.
Y mi pequeña burbuja de perfecciones inventadas había estallado. Era un punto muerto donde el entender no tenía cabida. El olor a clavel ocupaba demasiado espacio como para intentar argumentar las ganas de dejar de existir. Y ya no importaba la muerte, sino el vacío que ese cuerpo había plantado. Y esa madre abandonada, que había llorado al parir y ahora se desgarraba ante el abandono.

2 comentarios:

Sweet carolain dijo...

Ay por Dios, excelentemente gráfico lo que decís... yo tuve que velar una hermana, y sé de que estas hablando.

besos

Fernanda. dijo...

Muchas gracias por leer. Suelo entrar a tu blog, aunque ni siquiera sé cómo es que llegué, y me gusta.
En cuanto al dolor de velar a un ser amado... es feo, horrible, no hay fonema que pueda hablar de ese sentimiento.